XXIV.


Hay tantas cosas que quisiera decirte que si te tuviese delante no sabría empezar. Tú me conoces, me temblaría la voz y probablemente las manos también. Quisiera decirte que me salvaste la vida del mayor peligro, me salvaste de mí misma pero me heriste de muerte. Disparaste la desconfianza en mi cabeza y no hay manera de sacar la bala. Me hiciste fuerte y vulnerable y ni siquiera te diste cuenta de ello. No eras consciente del brillo de mis ojos cuando te miraba o cuando me hablabas. 

Eras el único capaz de hacerme sonreír y llorar con tus palabras. Parecías tener siempre la palabra adecuada en la boca pero no, aquel día me hiciste daño sin darte cuenta. Tengo la impresión de que todavía hoy no lo sabes. Te entiendo, siempre dijiste que se te daba bien captar las indirectas pero las más básicas jamás las captaste a la primera y yo tampoco te decía nada. Te metiste apretujado en el corazón y te encargaste de hacerte tu rincón poco a poco y ahora por más que froto no hay forma de sacarte. Quisiera decirte que es hora que salgas de ahí y dejes entrar a otra persona pero si te fueras te extrañaría. Eres como un okupa al que se le tiene cariño y no se quiere echar aunque eso signifique vivir en soledad el resto de tu vida sin un lugar en el que resguardarte del frío invierno.

Ojalá te hubieses ido a tiempo. Ojalá te quedes para siempre.

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